domingo, 17 de febrero de 2013

El respeto a las diferencias




Hace tres décadas yo era una adolescente lunática y taciturna incapaz de decir esta boca es mía. A pesar de esa evidencia o puede que debido a ella, disfrutaba siendo el centro de atención gracias a mis atrevidas indumentarias y peinados. Consecutivamente, fui adoptando el look de diversas tribus urbanas: heavy, hippy, siniestra… al tiempo que descubría con avidez los estilos musicales ligados a cada una de ellas. Lo que más me gustaba era sentir esas miradas aterrorizadas clavadas en mí. Escandalizaba a vecinos, profesores, familiares y, por encima de todo, a mis propios padres. Mi desdeñosa actitud provocaba en el ámbito hogareño unas batallas descomunales que traían a mi madre por la calle de la amargura. Han transcurrido seis lustros pero lo cierto es que conservo muy vívidos aquellos recuerdos en mi memoria. Mis padres padecían. Les preocupaba sobremanera el qué dirán, y a menudo cargaban sobre mi espalda un sentimiento de culpa tan pesado como una losa. Aun así, me mantuve firme en mis trece de no pasar por el tubo y seguir siendo yo misma dijeran lo que dijesen. No entendía que no fuesen capaces de ver que más allá de esa extravagante ropa negra, las muñequeras de pinchos y el cabello encrespado a conciencia, no había más que una tímida muchacha muerta de miedo y desasosiego, tratando de hacerse un hueco en esa adultez que afloraba, inexorable. Maduré rodeada de incomprensión y cargada de sus consecuentes inseguridades. Y con el paso del tiempo comprendí que no era yo la que hacía sufrir a mis padres sino que ellos mismos se provocaban el sufrimiento, empeñados en obligarme a ser lo que no era y a dejar de ser lo que era.  


La rueda sigue girando




Ahora soy madre de un insurrecto adolescente que un día lleva el cabello amarillo pollo y a la semana siguiente azul, además de un piercing en la lengua y otro en el séptum. Con la enorme diferencia de que yo siempre he tenido claro de qué lado estoy, y me importa un comino lo que diga el vecino de al lado, la fisgona de la portera o la pesada de su abuela (sí, sí, la misma que me amargó la pubertad se esmera en lograr lo propio con la del nieto, aunque sus repetidos intentos caen en saco roto una y otra vez, por suerte. Y que conste que lo digo desde el cariño de mi posición de hija). Durante la adolescencia, esas personitas que hemos traído al mundo y que no son de nuestra propiedad, buscan su identidad. Pasan por distintas etapas y gustos en cuanto a la forma de vestir, el estilo de música, el peinado y las amistades. Se buscan a ellos mismos, y no siempre les resulta fácil hallarse. He educado al chico a mi manera, guiada por mi instinto, no siguiendo muy al pie de la letra las recomendaciones de manuales sobre educación infantil y juvenil, ni los consejos de los profesores. Y sin embargo me siento orgullosa del resultado. Es un muchacho espontáneo y alegre que confía en su propio criterio y cuya creatividad no tienen límites. No me importa que experimente con su pelo y con su ropa. Mientras no lo haga con las drogas y el alcohol estoy tranquila. Sabe lo que quiere y lo expresa en voz alta sin tapujos. Se siente libre, respaldado y seguro. Además, carece de prejuicios. Desde muy pequeño ha tenido amigos de diferentes orígenes y razas. No obstante, cuando me habla de cómo son las cosas en el instituto y en el barrio, tomo conciencia de lo poco que ha avanzado el mundo en algunos aspectos, y ahí es cuando soy yo la que se escandaliza. Vivimos en una ciudad cosmopolita y multirracial donde las haya. Nos las damos de liberales, pero la realidad cotidiana y palpable es otra. Mucha gente sigue abriendo unas pupilas como platos cuando ve a jóvenes con piercings, rastas en el cabello o dilataciones en las orejas, por ejemplo. No lo entiendo. Para mí lo que importa de las personas es su alma. Si miras a alguien a los ojos puedes hacerte una rápida idea de lo que hay en su interior, dejando a un lado el color de su piel, la extravagancia de su indumentaria, su creencia distinta a la tuya, o su orientación sexual.



 Ni racistas, ni homófobos


Se supone que la nuestra es una sociedad tolerante y abierta. El fenómeno migratorio nos ha puesto en contacto directo con personas de muy diversas procedencias y todo parece indicar que un buen puñado de culturas, idiomas, religiones y razas conviven en paz y armonía. De boquilla pa fuera nadie es racista, ni homófobo, qué curioso. Pero solo de boquilla pa fuera. En nuestros progresistas centros de enseñanza, comentarios como maricón de mierda siguen formando parte del elenco de piropos que intercambian los chavales, así como el ya manido aunque no por ello menos abominable moro de mierda, o sudaca, sin que los profesores hagan demasiado al respecto. Y si un muchacho de quince años decide (con un par) no ocultar su homosexualidad se puede encontrar, al entrar en el vestuario masculino, con el lamentable espectáculo de sus compañeros tapándose a su paso, alejándose de él, haciendo malabarismos para no rozarle siquiera. Y si le explica esta anécdota al jefe de estudios o al tutor se puede topar con una respuesta como: “¡Es que tú te exhibes! Disimula un poco”. Tristemente, esto me demuestra que la sociedad ha avanzado solo en apariencia. Se permiten los matrimonios gays pero, en el fondo, no se aprueban. Se habla de interculturalidad aunque, a la hora de la verdad, vivimos juntos pero no revueltos. La mayoría de chicos pakistaníes que estudian en nuestras escuelas se mezclan sólo con otros chicos pakistaníes, lo mismo ocurre con los chinos. No se debe generalizar, lo sé (¡esa es otra! La maldita manía que tenemos de generalizar: que si los musulmanes tal y cual; que si los gitanos esto y lo otro; que si los rumanos tal y pascual. ¡Hala ya está! Etiquetados y metidos cada uno en su saco). No obstante, me atrevería a afirmar que los marroquíes y sudamericanos son más abiertos y no temen mezclarse con personas de una cultura o creencia distinta a la suya. Con todo y con eso, siempre está la excepción que confirma la regla, por supuesto.



Abrir la mente





No pretendo dármelas de gurú, pero ahora que ya tengo cuarenta y tantos largos y me ha dado tiempo a tropezar y volverme a levantar unas cuantas veces a lo largo del camino, me doy cuenta de que si hubiera confiado más en mi propio instinto, en lugar de dejarme llevar por lo que opinan los demás, muchas de las cosas que han complicado mi existencia hasta el infinito, no lo hubieran hecho. Personas sanas, íntegras y honestas las hay en todas partes. Perversas y sin escrúpulos también. Eso no depende de la raza u orientación sexual que uno tenga, ni de la creencia o tribu urbana que uno elija, si es que elige alguna. En mi época gótica, mientras paseaba con una amiga de indumentaria tan fúnebre como la mía y rostro tan asqueado y lúgubre como el mío, una pareja de punkies se nos plantó delante y, sin mediar palabra, uno de ellos me cruzó la cara de un bofetón. Así, sin más. Acto seguido continuaron su camino, y nosotras, patidifusas a la par que estupefactas, el nuestro. ¿Por qué lo hizo? Vete tú a saber. Igual estaba colocado, pero lo más probable es que lo hiciera porque pertenecíamos a una tribu urbana distinta a la suya. En mi humilde opinión, lo que se esconde detrás de esa reacción es un comportamiento primitivo y poco evolucionado, pero muy inherente al ser humano. Me da mucha pena comprobar día tras día que en pleno siglo XXI algunas cosas permanecen tal y como eran en la Edad Media. Así pues, no seamos trogloditas, abramos nuestra mente y enseñemos a nuestros hijos a abrir la suya. Negros, blancos, punkies, pijos, ricos, pobres, homosexuales, heteros, musulmanes, cristianos, guapos y feos; todos somos criaturas de Dios (o del Universo, si lo prefieres). Vive y deja vivir, ese es mi lema. Menos juzgar y más respetar.


¿Escritora en crisis?

Estoy en crisis, me digo a mí misma. ¿Por qué? Me pregunto, iniciando una especie de monólogo interno absurdo. Porque aún no he empezado la ...