domingo, 25 de octubre de 2015

De la pluma a la tecla





¿Habéis pensado alguna vez en la cantidad de plumas que debió de emplear Cervantes para escribir el Quijote? Yo sí, y me encanta imaginarlo. De hecho, creo que me equivoqué de era al nacer, y que más acorde con mi personalidad que hacerlo con un teclado hubiera sido escribir con pluma y tintero, llenando mi antiguo escritorio de hojas manuscritas. Es más, quienes conocen mi letra saben que es inclinada hacia la derecha, picuda y rústica.




Ahora nos parece imposible vivir sin ordenadores, sobre todo a los que nos dedicamos a la escritura. Pero en un pasado, no tan lejano,  solo unos pocos privilegiados los usaban, casi siempre en el ámbito laboral. Cuando era estudiante, por ejemplo, lo habitual era hacer los trabajos a mano, primero, y pasarlos a máquina, después. Era un proceso laborioso y entretenido, nada que ver con el copiar y pegar actual. En esa época —hablo de los años 80—, yo me dedicaba en exclusiva a estudiar, así es que un día se me ocurrió colgar carteles a diestro y siniestro, por toda la facultad, ofreciéndome para pasar trabajos a máquina y sacarme un dinerillo extra. La idea fue un éxito, porque la gente que trabajaba y estudiaba a la vez apenas disponía de tiempo libre. Cobraba veinte duros por folio, o sea que por cada cien folios mecanografiados ganaba diez mil de las antiguas pesetas —sesenta euros—.




Mi primera máquina de escribir fue una Olivetti Dora, aún anda por ahí, guardada en algún altillo. Después tuve —tuvimos, mi hermana y yo— una Olivetti Lettera, y luego ya la máquina de escribir eléctrica, que era lo más... Cuando le cuento estas cosas a mi hijo me mira como si le hubiera dicho que merodeando por los alrededores de los jardines universitarios campaban a sus anchas varias especies de dinosaurios. Sin embargo, a duras penas han transcurrido veinticinco años, ¿qué es eso para la historia de la humanidad?




En los años 90 utilicé computadora por primera vez. No me preguntéis ni cómo era, ni de qué marca, solo tengo un vago recuerdo de aquel armatoste con el que ejercí mi primer empleo, como grabadora de datos. Uno similar manejé en el siguiente puesto ocupado, de teleoperadora, dándole siempre un uso muy rudimentario y ciñéndome en todo momento al protocolo laboral establecido.




Así inicié el siglo XXI, sin PC propio. Inverosímil pero cierto. Aunque llevaba escribiendo desde antes de los doce años, lo hacía en cuadernos, con bolígrafos de gel, usando además, en alguna que otra ocasión, mi vieja Olivetti. Hasta que decidí que quería escribir un libro, y me planteé la posibilidad de adquirir un ordenador. Así lo hice. Y confieso que me costó horrores habituarme a esa nueva herramienta. Durante mucho tiempo continué escribiendo a mano y era mi hermana la que lo pasaba al Word. Más adelante empecé a hacerlo sola. Luego me compré un portátil. Y después otro, más manejable, ligero y pequeñito. Es el que sigo usando y le tengo un gran cariño.





En la actualidad, las únicas anotaciones manuales que hago son la lista de la compra y algún que otro esbozo o esquema. Se me haría una montaña comenzar una novela a mano y tener que pasarla acto seguido al ordenador. ¿No es increíble? Desde luego, a todo se acostumbra una.



jueves, 24 de septiembre de 2015

La vecina Tánger





Me acerqué a la vecina Tánger. Paseé a pleno día por las calles del Boulevard y me camuflé entre sus gentes, arriesgando la vida propia y la ajena cada vez que atravesaba la avenida, tratando de esquivar los coches. Intenté pasar desapercibida, con mi cabello recogido, mis faldas amplias y largas, de tela tupida, y mis blusas holgadas de media manga, pese a ese sol que parecía reírse de mí sin disimulo, señalándome con el dedo, mirándome de soslayo, persiguiéndome implacable como si fuese el objetivo único de su incandescencia. Por más que me empeñara, mi condición de extranjera quedaba patente en los músculos contraídos de mi rostro al cometer el acto suicida de cruzar la carretera. Los autóctonos —vehículos y transeúntes— se entremezclan con naturalidad, en una especie de baile cuya coreografía no encaja con ninguna norma de tráfico.





Aun así, me relajé desayunando en el Salón de Té La Giralda, mientras contemplaba la espléndida panorámica que ofrecen sus cristaleras. A escasos metros El Minzah, emblemático hotel; y más cerca aún, justo en la acera de enfrente, una larga hilera de adolescentes ociosos descansando sobre una muralla; algunos observan a los turistas que se fotografían junto al cañón; otros estallan en absurdas risotadas, entre humaredas de hachís; y otros clavan sus pupilas más allá del Estrecho de Gibraltar y de sus aguas —Mediterráneo al este, Atlántico al oeste—, en la tierra que asoma al otro lado, con sus falsas promesas de prosperidad europea.






Penetré en la caótica Tánger. Merendé en la pastelería La Española, degustando un sabroso petit pain au chocolat acompañado por un dulcísimo té a la hierbabuena, y aunque aguanté lo que pude, no me quedó más remedio que hacer uso del abanico que suelo llevar en el bolso, atrayendo aún más, si cabe, la curiosidad de las miradas femeninas y la picardía de las masculinas. Sacié mi sed con el vaso de agua —a veces botellín— que te sirven sin que lo pidas. Luego continué mi paseo calle abajo hasta perderme en el zoco, donde tampoco en esta ocasión aprendí a regatear; pero sí pude comprobar, por enésima vez, que aunque mis labios estén sellados, ellos perciben a la legua mi lugar de procedencia, y se dirigen a mí en mi idioma, algo que no sucede a la inversa.






Me mimeticé con la multitudinaria Tánger. Recorrí su paseo marítimo dirigiendo la vista a la playa de la Malabata, saboreando las semillas de girasol que acababa de adquirir por un dirham —unos diez céntimos de euro—. El vendedor ambulante las llevaba en una cesta junto a otros frutos secos, y no pude resistirme, me encantan las pipas; cogió un puñado con la mano y las depositó en un cucurucho de papel preparado por él mismo. Se notaba que eran recién tostadas porque aún estaban calientes. 
En Occidente nos dejamos seducir por el bonito aspecto de las cosas. Cuando vamos al supermercado la fruta está limpia, brillante, bien colocada. Y a menudo sucede que al comerla la encuentras insípida. En Marruecos ponen las hortalizas a la venta recién sacadas de la tierra, incluso aún con restos, su aspecto no enamora a simple vista pero el sabor es auténtico, como ese del que conservo un vago recuerdo de mi niñez, cuando las naranjas aún sabían a naranjas. Como esas crujientes y deliciosas pipas a granel.






Tropecé con las dos caras de la moneda de Tánger. Otras cosas —no tan jugosas como las naranjas— me recordaron a la Barcelona de mi infancia: los descampados, idénticos a aquellos en los que jugaba de chiquilla; o la dejadez de las personas aún no concienciadas de que las papeleras son para echar en ellas los desperdicios, y que los contenedores de basura sirven para tirar en su interior la inmundicia, en lugar de abandonarla en cualquier esquina a merced de los gatos callejeros y de las altas temperaturas. También suspiré con tristeza y meneé la cabeza con desaprobación cuando vi chavales de no más de diez o once años despachando en las tiendas o mendigando en las calles, sin que nadie se mostrase indignado o sorprendido.






Me quedé boquiabierta con la disparatada Tánger. Vi básculas de baño colocadas en medio de la acera con un dirham reposando a su lado; maniquíes con peinados imposibles en las tiendas de ropa de mujer; exquisitos dulces de diferentes formas, tamaños y sabores expuestos al alcance de las personas y de las abejas; escaparates con vistosos caftanes elaborados con telas de las más variadas tonalidades y texturas; y tendederos plegables repletos de toallas extendidas, en la puerta de las peluquerías...






Experimenté la aventura de coger un taxi en Tánger. Esperé en la parada a que hubiera más personas con el mismo destino, y cuando el vehículo estaba abarrotado —dos ocupantes en el asiento del copiloto y cuatro atrás— emprendimos la marcha, custodiada a ambos lados por mis hombres —marido e hijo—, y si uno de los dos no estaba me ponía en el extremo o pegada a una mujer, jamás junto a un varón que no sea de mi familia. Así fuimos hasta Tetuán, a unos cincuenta kilómetros de distancia —treinta dirhams por persona— y hasta Asilah, a cuarenta kilómetros —veinte dirhams, o sea dos euros—.





¿Qué si podría acostumbrarme a vivir en Tánger, con su estrés típico de capital...? Por poder, podría; pero no es mi ideal. 




Si me dieran a elegir me quedaría en la pacífica y bella Asilah, blanca y azul, en la que puedes pasear por la medina; perderte en el zoco; fotografiarte con unos músicos gnawa; y lo mejor de todo: recorrer kilómetros y kilómetros de playa desierta, caminando descalza sobre una mullida alfombra de arena mojada. Serena, infinita, bañada por el Atlántico. 

Ahí donde la prisa mata me quedaría ahora mismo, sin pensarlo dos veces. Lejos del ajetreado bullicio de cualquier ciudad.







  

sábado, 20 de junio de 2015

El amor por la lectura





Dicen los expertos que para fomentar el amor por la lectura en los niños lo mejor es predicar con el ejemplo. Si los padres leen, los hijos leen. Puede que esta teoría se cumpla en algunos casos, de hecho el ser humano aprende por imitación y en general los menores de la casa tienden a emular las conductas de los mayores. Sin embargo, no siempre sucede así, y lo digo por mi propia experiencia.

Mis padres apenas fueron al colegio el tiempo suficiente para aprender a leer, escribir y las normas básicas de la aritmética. Yo no nací en un hogar lleno de libros, aun así, el amor por la lectura surgió en mí mucho antes de que en el instituto me obligaran a leer a Homero, Calderón de la Barca o Shakespeare. Mi hermana y yo empezamos a coquetear con los libros mucho antes que con los chicos, ella más que yo, la recuerdo como una lectora compulsiva devorando sin piedad a Enid Blyton, Agatha Christie o Isabel Allende desde muy pequeña. Leer nos parecía (y nos sigue pareciendo) divertido, y una buena forma de llenar las interminables horas de ocio de las vacaciones de verano, por ejemplo.







Mi padre empezó a leer cuando se jubiló, hace unos veinte años, y también se ha convertido en un lector voraz. El tráfico e intercambio de libros entre mi hermana, mi padre y yo es continuo desde entonces. 




Cuando nació mi hijo tuve muy claro, desde el primer momento, que haría todo lo que estuviera en mi mano para que amara los libros. Le leía cuentos por las noches desde que no era más que un bebé. Adquiría, o pedía que le regalaran, aquellos títulos que trataban sobre temas que a él le llamaban la atención. La saga de Geronimo Stilton, la de Harry Potter y más tarde la de Crepúsculo fueron algunas de las llenaron su estantería, a medida que crecía. Pero me salió el tiro por la culata. Mi hijo no leía. No leía nada de nada. ¿Cómo es posible? Me preguntaba yo. Si siempre ha visto esta casa llena de libros, si me ve a mí, que no termino uno cuando ya estoy empezando otro. Se lo recriminaba una y otra vez. Tampoco era buen estudiante. ¿Cómo puede ser? Me indignaba. Si yo no sólo era buena, sino la típica empollona que sacaba excelente en todo. Este asunto me tenía muy frustrada. Al final me di por vencida. Tuve que resignarme a la evidencia: mi hijo no era estudioso, ni amante de la lectura. Increíble pero cierto. Me costó encajarlo. Y al final lo asumí a regañadientes. 


Un buen día mi hijo descubrió a Abdelá Taia, escritor marroquí que logró llamar su atención. Por voluntad propia decidió leer Mi Marruecos, su primera novela; después la segunda y luego la tercera... Eso no fue más que el desencadenante.


La tarde que lo pillé con el tocho de La mano de Fátima, de Ildefonso Falcones, casi me desmayo. "¿Sabes qué, mamá?" Me dijo entonces. "Me he dado cuenta de que leer es como ver una película, pero mejor, porque imaginas las cosas a tu manera y le pones la cara que quieres a los personajes. ¡Me encanta!" Estuve a punto de llorar de la emoción. Tantos años intentando infructuosamente inculcarle el amor por la lectura y el muy tozudo sólo lo hizo cuando le dio la gana. Lo mismo sucedió con los estudios: cuando dejé de machacarle con ese tema sus notas subieron como la espuma. ¡Es lo que tienen los hijos! Cuanto más te empeñas en que hagan algo, menos lo hacen. Pero si les das un margen de confianza y respetas su libre albedrío, te sorprenden agradablemente.   

  



 

sábado, 23 de mayo de 2015

Haciendo balance

 
 
 
 
Cuando decidí sacar a la luz Me separé, aunque le amaba demasiado, no esperaba que tuviera gran repercusión, esa es la verdad. Lo hacía para concluir algo iniciado bastantes años atrás, que se había convertido en asignatura pendiente. Y también porque tenía ganas de averiguar por mí misma cómo era eso de publicar a través de Amazon. Han pasado cuatro meses y creo que ya puedo hacer un pequeño balance de cómo está resultando la experiencia, tanto en lo referente a la autoedición como a la acogida que está teniendo el libro.
 
 
 
 
Para empezar, la parte técnica del acto en sí de subirlo a Amazon nos dio mucho trabajo, porque no es una novela, y está escrito con distintos tipos de letras para diferenciar las partes narrativas de los artículos que tratan temas específicos. Eso representó la primera dificultad; la segunda fue que mi empeño en publicarlo tanto en formato digital como en papel multiplicó por dos el esfuerzo y las horas dedicadas al proceso; y la tercera, que un elevado porcentaje de personas interesadas hasta ahora en el libro eligen pedírmelo directamente a mí (y por supuesto dedicado), circunstancia que me obliga a invertir gran parte de mi tiempo en tareas de comercial y de relaciones públicas que nunca antes había realizado.
 
 
 
 
No obstante y como ya sabéis, prefiero hacer hincapié en los aspectos positivos de toda vivencia. Y en esta ocasión no voy a hacer una excepción.
 
 
 
 
 
Esta forma de publicación (sin editorial) me está permitiendo cobrar cada mes, y eso me parece tan maravilloso y sorprendente que hasta me cuesta creerlo. No son grandes cantidades, pero son mías, y Amazon me las ingresa con rigurosa puntualidad mensual, lo que me permite, al menos, ir cubriendo los gastos ocasionados por el diseño de la portada y los marcapáginas, por ejemplo.
 
 
 
 
Por otra parte, gracias al hecho de que un buen puñado de lectores escogen encargármelo a mí, no sólo estoy recuperando el contacto con amigos que hacía lustros que no veía, sino también conociendo a gente estupenda.
 
 
 
 
 
No obstante y sin lugar a dudas, lo mejor de todo son las opiniones de los lectores, que están siendo excelentes. Eso es, con diferencia, lo más gratificante de escribir y publicar. Y en este caso me dejan sorprendida y boquiabierta, porque mis expectativas, como ya os he dicho, eran bastante más modestas.
 
 
 
 
 
Os dejo unas cuantas:
 
"Mar, muchas felicidades por este libro, me lo terminé ayer y me ha gustado mucho. Me he sentido muy identificada con él en muchos aspectos". MARGARITA GARCÍA SANCHO.
 
 
 
 
 
 
"A mí me ha encantado y creo que puede llegar a ayudar a mucha gente. Me ha emocionado, me ha puesto triste, desata los sentimientos. Muy bueno". MARÍA BEGOÑA MATELLANES.
 
 
 
 
 
"Lo terminé el sábado. Muy difícil para mi opinar sobre este libro porqué lo he sufrido de principio a fin... Creo que puede ser muy útil para las personas que hayan pasado por la misma situación. Y si no es así también es bueno leerlo para conocer una historia de superación y tener fe en que de todo se sale... Y qué puedo decir de la escritora, pues que está consiguiendo su sueño porque se lo ha ganado por luchadora y sin duda se lo merece todo... VAMOS A POR LOS SIGUIENTES!!! Los estamos esperando!!!!" ANA MONTILLA SÁNCHEZ.
 
 
 
 
 
"Hola, Mar:
Ya he terminado tu libro. Lo leí el mismo viernes por la tarde, no podía dejar de leer. Me atrapó la historia de principio a fin. Mientras lo leía pensaba en ti, en el sufrimiento sostenido durante tantos años. En el dolor por el que has pasado. La verdad es que me ha impresionado, tanto por la manera de plantearlo, haciendo anotaciones de diferentes autores sobre la psicología de los personajes, como la propia historia. Me parece un buen libro. ¡Me ha encantado! Espero que pueda ser leído por muchas personas, porque creo que merece la pena. No es sólo una historia, es también la reflexión de diferentes profesionales de la psicología sobre el perfil de los personajes. Un abrazo". LOURDES CANO.
 
 
 
 
 
 



lunes, 27 de abril de 2015

Un Sant Jordi más que quedó atrás

 
 

Por un momento temí, el pasado miércoles, que lloviera al día siguiente. Ya se sabe que la primavera es inestable, y no me fío demasiado de las previsiones meteorológicas. Sin embargo, apenas tardé unos segundos en ahuyentar mis temores y pensar: "Imposible. Mañana es Sant Jordi, seguro que lucirá un sol radiante y disfrutaremos de un día espléndido". Y efectivamente, así fue. Para mí la magia empezó la tarde anterior, cuando mi amiga Mei me pidió algunos ejemplares de Pasión en Marrakech y de Me separé, aunque le amaba demasiado, para decorar con libros y rosas, como es su costumbre por estas fechas, el escaparate de su tienda ART I DECORACIÓ.

Y es que éste es uno de los comercios más antiguos del barrio La Marina, que ha logrado sobrevivir a la crisis y a la proliferación de centros comerciales que ha tenido lugar en los últimos años. Mei, la chica de la eterna sonrisa, es muy apreciada en el barrio, tanto que pocos se resisten a hacer una pausa en su tienda para conversar un rato con ella después de la dura jornada laboral o antes de iniciarla. Y yo no soy una excepción. Por otra parte, a la gente del barrio le hace gracia enterarse de que tienen una vecina escritora, y tengo que confesar que Mei ha jugado un papel importante en la difusión de esa información, dándole marcapáginas a sus clientes y a sus amigas. La verdad es que entre ella, mi padre y mi hermana tengo a los mejores representantes de toda la ciudad.


Llegó el 23 de abril, con su habitual ajetreo. Había quedado a las 10h en Jojos Llibres con Óscar, el dueño de esta librería de reciente apertura. Además, estaba deseando conocer a mi compañera de editorial Mencía Yano. Entre unas cosas y otras yo iba en modo "este va a ser un día mágico", por lo que no es de extrañar que ya en el autobús me sentara, con la sonrisa puesta, al lado de un joven lector, y decidiera, así sin más, regalarle unos marcapáginas, hecho que dio pie a una interesante conversación. Casualmente o no (porque soy de las que piensan que todo sucede por alguna razón) el chico resultó ser un licenciado en Historia sumergido en la nada fácil tarea de terminar su doctorado a corto plazo y, a la vez, con el objetivo en mente de escribir una novela histórica. Nuestra improvisada charla giró en torno a ese tema; el suyo me pareció un excelente proyecto; le escuché, le animé, y tengo la sensación de que le di (o me gustaría creer que fue así) el empujoncito que necesitaba para sacudirse el miedo y lanzarse a cumplir su reto. Espero que lo consiga.




 






¡Al fin llegué a Jojos! Con la lengua fuera, por cierto, porque estaba más lejos de lo que había calculado (para mí, que vivo tocando Hospitalet, en el otro extremo de Barcelona). Primero conocí a Óscar, muy simpático, y después a la encantadora Mencía (con la que ya tenía una amistad virtual), que acababa de llegar de su Galicia natal para vivir esa jornada tan especial de Sant Jordi y para presentar su novela El amor siempre llama dos veces.




Mencía y yo pasamos todo el día juntas, de ahí nos fuimos a la Llibrería Santos Ochoa, donde nos esperaba Montse Blanca con su simpatía habitual.



Después corriendo hacia Sagrada Familia, donde en el puesto de la Llibrería La Ploma ya estaba firmando ejemplares de Espérame en París nuestra compañera Susana Cañil, abordando a los clientes con el desparpajo que la caracteriza y esa eterna pose de "antes muerta que sencilla". ¡Cómo nos reímos! El tiempo transcurrió en un plis plas, Mencía y yo tuvimos que despedirnos de Susana y de nuevo a cruzar Barcelona en metro para llegar a Plaza España donde nos tomamos un merecidísimo descanso comiendo en un japonés, en el centro comercial Las Arenas. ¡Pero ahí no quedó todo! Porque después del café de la sobremesa nos dirigimos al Ferrocarril de la Generalitat de Catalunya que nos transportó hasta el Corte Inglés de Cornellà de Llobregat. El cansancio iba aflorando inexorable, sobre todo en ella, que la pobre no había pegado ojo en su noche viajera. Pero ahí estábamos, sin perder la ilusión ni por un instante. Ni siquiera cuando tuvimos la certeza de que la cola kilométrica que nos acechaba no era para nosotras, sino para el político Albert Rivera, de Ciudadanos, que, sentado a nuestro lado, se hinchó de firmar ejemplares de su libro "Un cambio sensato". ¡Ni por esas perdimos las ganas y el buen humor! Fue un día maravilloso lleno de sorpresas. Para Mencía su primer Sant Jordi; para mí el segundo; para ambas apenas unas migajas de lo que serán nuestras largas y fructíferas carreras literarias.



 Ocurrieron un sinfín de anécdotas llenas de encanto, como el hecho de que una admiradora de Mencía no llegara a tiempo a las firmas de Cornellà y nos encontrara después casualmente, paseando por el Corte Inglés. ¡Le dio una alegría! O como reencontrarme con una amiga a la que no había vuelto a ver desde que íbamos juntas a Primaria (¡a E.G.B.!) y que al enterarse de que estaba firmando libros en Cornellà fue expresamente a saludarme.




Dicen que lo bueno si es breve, dos veces bueno. Pues así de rápido se me pasó el día, ¡como en un soplo!

Y ahora ya...
¡A esperar otro Sant Jordi!






 

¿Escritora en crisis?

Estoy en crisis, me digo a mí misma. ¿Por qué? Me pregunto, iniciando una especie de monólogo interno absurdo. Porque aún no he empezado la ...